Hace 3 años, El País presentaba una macrooperación turístico-inmobiliaria con intereses político-económicos y empresariales.
Se planteaba una hipotética playa artificial turística, como soporte para construir viviendas en un páramo empleado durante décadas para vertidos y decantación de aguas residuales. Así, un terreno que costaba “x”, se veía revalorizado a la enésima potencia, debido a la burbuja turístico-inmobiliaria.
Bares, restaurantes y comercios serían grandes beneficiados, así como los trabajadores desempleados de la localidad de Alovera, que podrían optar a nuevos puestos de trabajo.
Pongámonos en el lugar de un municipio de casi 12.500 habitantes, que se prepara para recibir entre 250.000 y 400.000 visitas al año. Multiplicando por 32 su población. Una provincia que hasta hace décadas vivía de la producción agrícola y ganadera, y que hoy en día depende de su propia industria y de la de los alrededores como la fábrica de cerveza. El municipio de Alovera encontraba en el turismo su nueva fuente económica.
No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que los únicos impactos positivos que este proyecto tendría serían económicos. Dejando totalmente de lado el medioambiente y siendo, por lo tanto, totalmente insostenible.
Pero no todo es negativo. Podríamos sacarle jugo a este proyecto, creando un nuevo tipo de turismo basado en visitar grandes catástrofes constructivas como: la central nuclear de Lemoiz, el aeropuerto de Castellón, el mirador con vistas al asfalto de Valencia, el Obelisco giratorio que nunca gira de Madrid, el bosque de acero sin vida de Cuenca, la pasarela de F1 utilizada por 15 días de Valencia, el Spa más caro del mundo vacío de Alicante, el Algarrobico mole en primera línea de Almería, o la pista de ski en seco para 100 vecinos de Valladolid, entre otros.
España recuperaría así 382 millones de euros dirigidos a proyectos destinados a ser “boom” turístico, finalizados en fracaso.
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